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sábado, 30 de marzo de 2013

Una semana más larga que sus días

Acuarela: Moshó Mahesh

La Semana Santa en el Perú 

Walther Maradiegue
Programa de Estudios Andinos
Pontificia Universidad Católica del Perú
 
La vida y la muerte son eventos que a todos los seres humanos nos llenan de incertidumbre, fascinación, intriga y constantes preguntas. La muerte, como fin de una etapa, siempre ha dado pie, en distintas sociedades, a la construcción de ficciones que intentan responder al misterio de qué hay después de la muerte. Y, más allá de si este escritor o usted, lector, sean creyentes en la doctrina católica o, en general, de la existencia de un Dios, es imposible negar la influencia que las tradiciones cristianas han tenido y tienen en nuestra vida y en la concepción que de la muerte tenemos.
La Semana Santa es, entonces, un acontecimiento de larga duración que modifica nuestro quehacer cotidiano y nos lleva a múltiples reflexiones acerca de lo que significa la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús de Nazaret, ocurrida hace alrededor dos mil años.
Estas mismas reflexiones llevaron a las sociedades andinas, recién colonizadas, a múltiples interpretaciones, reapropiaciones y adaptaciones de la doctrina española a su propia cosmopercepción de la vida y la muerte. Muchas de estas expresiones perduran hasta ahora, y ocultas por ciertas muestras de fervor y unidireccionalidad, sobreviven la polisemia y resistencia cultural, enmarcados dentro de repertorios visuales, discursivos y performativos que ahora despiertan el interés de investigadores propios y extranjeros.
Cuando nos referimos a una diversidad de signos y significados, probablemente una de las mejores expresiones que se nos viene a la mente son los rituales que los danzantes de tijeras realizan en Viernes Santo. Después de que Dios (Jesucristo) muere, el Diablo establece su gobierno en la Tierra. Entonces, durante toda la noche, los danzantes bailan en lugares sagrados, para intentar adquirir su poder. Al amanecer, todos se arrepienten; se arrodillan frente a la Cruz, mientras un danzante viejo les aplica tres latigazos: en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Toda esta ceremonia nos hace recordar uno de los principios doctrinales sobre los que se basó el movimiento del Taki Onkoy, en el siglo XVI; si bien las huacas habían sido vencidas por el Dios cristiano a la llegada de Pizarro, algún día estas retornarían y vencerían a este Dios cristiano, para imponer un regreso al orden antiguo. De esta manera, podríamos conjeturar que cuando los danzantes se refieren al gobierno del Diablo sobre la tierra, no estamos hablando del Satanás mitológico de Occidente, sino de los dioses andinos, que a la llegada de los primeros evangelizadores fueron asociados inefablemente al Diablo. En esta ceremonia tenemos un ejemplo de resistencia cultural transformada, pero con visos de continuidad.
Óleo: Jaime Eufraín Flores
Sin embargo, en muchas otras poblaciones podemos presenciar expresiones en clave de celebración y reflexión de lo que se podría llamar “tradiciones religiosas”. Recuerdo la celebración de Semana Santa en la campiña de Moche, en la región La Libertad, que empieza el Viernes de Dolor (el viernes anterior al Domingo de Ramos) y termina el Domingo de Resurrección. Quizás uno de los momentos más conmovedores sea el encuentro de la imagen de Cristo, bajado de la cruz, con la Virgen Dolorosa, en una procesión que es casi un ritual; donde se rememoran los sufrimientos de Cristo y el dolor de una Madre, tras haber visto a su hijo muerto y clavado en una cruz.
Al ser este uno de los momentos más recurrentes en las celebraciones de la Semana Santa, nos habla de la importancia de la figura femenina en el imaginario andino, no como un sufrimiento pasivo, sino como un acompañamiento activo. Esta imagen tiene sustento en las características que se le dan a la “Mamita” o “Mamacha” María en las diferentes advocaciones en la región andina.
La Semana Santa es la principal conmemoración del catolicismo a nivel mundial; importancia que se ve reflejada también en el calendario ritual andino. Es nuestra tarea preservar la potencia simbólica de estas celebraciones, que hacen a la religiosidad andina única por sus características y significados; y de nosotros, testigos privilegiados de las tradiciones que nacieron siglos atrás, después del encuentro de dos grandes culturas.

El Taytacha
 



Valeria Tomaylla Morales

Las sirenas de los bomberos invaden el ambiente, mesclando su angustioso sonido con oraciones, peticiones y agradecimientos. La Plaza de Armas del Cusco se estremece ante la llegada de miles de personas, familias completas, que colman cada centímetro con fe y devoción, a la espera del Señor de los Temblores, más conocido como El Taitacha. La imagen existe desde hace ya sesenta y tres años, desde un 31 de mayo de 1950. Aquella tarde, un terremoto azotó la ciudad del Cusco, echando abajo casas y templos. Fue cuando la fe del pueblo —temeroso por la furia de la naturaleza— inundó las calles en busca del Cristo Moreno; imagen de rasgos descarnados y sobrecogedora apariencia, hecha especialmente para acercar la religión católica a los indígenas, copiando sus facciones, reflejando en su rostro grave y triste, el cansancio y sufrimiento de todo un pueblo. Entre rezos, llanto, desesperación y los escombros de una ciudad destruida, el Taytacha hizo su primer milagro: devolvió la esperanza y paz a un pueblo que lo había perdido todo, a un pueblo golpeado; todos se unieron para adorar y pedir amparo. En medio del polvo, la fe no diferenció entre señores y esclavos.
Es Lunes Santo, ninguna ocasión como esta: no hay otra festividad religiosa, otro santo que por sí solo acapare la atención de toda la ciudad. El Señor ha salido en procesión, las calles del Cusco se han vestido de fiesta; en las ventanas de las casas se colocan refinadas piezas de tapicería aterciopelada; se han armado en su honor maravillosas alfombras de flores y aserrín, con bellas alegorías de colores; a las familias más tradicionales se suman diversas instituciones y empresas, que arman hermosos altares, con mantos con refilo de oro preparados únicamente para ser usados en esta ocasión. Rezos y cánticos en quechua; incienso y la lluvia de ñukch’o (‘flor roja’), que es lanzada desde los señoriales balcones acompañan el paseo del  Señor de los Temblores.
Ya entrada la noche, un mar de fieles abarrota la Plaza Mayor, con la esperanza puesta en el ansiado encuentro con el Taytacha. Familias completas, desde niños pequeños en brazos hasta patriarcas y matriarcas, se arrodillan y, con los brazos en alto, elevan sus plegarias. El señor está pasando por la puerta de La Compañía, empiezan las sirenas y las campanas retumban, anunciando la tan esperada bendición; las familias se toman de las manos, solo quedan unos minutos. “El Señor de los Temblores está en la puerta de nuestra casa –le explica una madre a su pequeño hijo–, va a entrar y no saldrá hasta el próximo año. Pidámosle que nos cuide; agradezcamos todo lo que nos ha dado. Recemos hijo”, le dice mientras junta sus pequeñas palmas para iniciar la oración. Alrededor, decenas de personas tienen los teléfonos celulares encendidos, esperando que la persona del otro lado –desde cualquier lugar del mundo–, se una a esta fiesta de fe y esperanza, y reciba mediante ese medio la bendición del Cristo Moreno, Señor de los Temblores, el Taytacha del Cusco.
El sonido es más intenso, el frío de la noche, la lluvia y la devoción escarapelan la piel de quienes participan de esta fiesta de fe. Mientras, a pocas cuadras, en la plazoleta de San Francisco, humean las ollas gigantes de mazamorra y arroz con leche; las empanadas, los maicillos, los suspiros y las rosquitas se exhiben, deliciosos, en una feria propia del Perú, país de tradición, fe y sabor.