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Acuarela: Moshó Mahesh |
La Semana
Santa en el Perú
Walther Maradiegue
Programa de Estudios
Andinos
Pontificia Universidad
Católica del Perú
La vida y la muerte son eventos que a todos los seres humanos
nos llenan de incertidumbre, fascinación, intriga y constantes preguntas. La
muerte, como fin de una etapa, siempre ha dado pie, en distintas sociedades, a
la construcción de ficciones que intentan responder al misterio de qué hay
después de la muerte. Y, más allá de si este escritor o usted, lector, sean
creyentes en la doctrina católica o, en general, de la existencia de un Dios,
es imposible negar la influencia que las tradiciones cristianas han tenido y tienen
en nuestra vida y en la concepción que de la muerte tenemos.
La Semana Santa es, entonces, un acontecimiento de larga
duración que modifica nuestro quehacer cotidiano y nos lleva a múltiples
reflexiones acerca de lo que significa la Pasión, Muerte y Resurrección de
Jesús de Nazaret, ocurrida hace alrededor dos mil años.
Estas mismas reflexiones llevaron a las sociedades andinas,
recién colonizadas, a múltiples interpretaciones, reapropiaciones y
adaptaciones de la doctrina española a su propia cosmopercepción de la vida y
la muerte. Muchas de estas expresiones perduran hasta ahora, y ocultas por ciertas
muestras de fervor y unidireccionalidad, sobreviven la polisemia y resistencia
cultural, enmarcados dentro de repertorios visuales, discursivos y
performativos que ahora despiertan el interés de investigadores propios y
extranjeros.
Cuando nos referimos a una diversidad de signos y
significados, probablemente una de las mejores expresiones que se nos viene a
la mente son los rituales que los danzantes de tijeras realizan en Viernes
Santo. Después de que Dios (Jesucristo) muere, el Diablo establece su gobierno
en la Tierra. Entonces, durante toda la noche, los danzantes bailan en lugares
sagrados, para intentar adquirir su poder. Al amanecer, todos se arrepienten;
se arrodillan frente a la Cruz, mientras un danzante viejo les aplica tres
latigazos: en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Toda esta ceremonia nos hace recordar uno de los principios
doctrinales sobre los que se basó el movimiento del Taki Onkoy, en el siglo XVI;
si bien las huacas habían sido vencidas por el Dios cristiano a la llegada de Pizarro,
algún día estas retornarían y vencerían a este Dios cristiano, para imponer un
regreso al orden antiguo. De esta manera, podríamos conjeturar que cuando los danzantes
se refieren al gobierno del Diablo sobre la tierra, no estamos hablando del
Satanás mitológico de Occidente, sino de los dioses andinos, que a la llegada
de los primeros evangelizadores fueron asociados inefablemente al Diablo. En
esta ceremonia tenemos un ejemplo de resistencia cultural transformada, pero
con visos de continuidad.
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Óleo: Jaime Eufraín Flores |
Sin embargo, en muchas otras poblaciones podemos presenciar
expresiones en clave de celebración y reflexión de lo que se podría llamar
“tradiciones religiosas”. Recuerdo la celebración de Semana Santa en la campiña
de Moche, en la región La Libertad, que empieza el Viernes de Dolor (el viernes
anterior al Domingo de Ramos) y termina el Domingo de Resurrección. Quizás uno
de los momentos más conmovedores sea el encuentro de la imagen de Cristo,
bajado de la cruz, con la Virgen Dolorosa, en una procesión que es casi un
ritual; donde se rememoran los sufrimientos de Cristo y el dolor de una Madre, tras
haber visto a su hijo muerto y clavado en una cruz.
Al ser este uno de los momentos más recurrentes en las
celebraciones de la Semana Santa, nos habla de la importancia de la figura
femenina en el imaginario andino, no como un sufrimiento pasivo, sino como un
acompañamiento activo. Esta imagen tiene sustento en las características que se
le dan a la “Mamita” o “Mamacha” María en las diferentes advocaciones en la
región andina.
La Semana Santa es la principal conmemoración del catolicismo
a nivel mundial; importancia que se ve reflejada también en el calendario
ritual andino. Es nuestra tarea preservar la
potencia simbólica de estas celebraciones, que hacen a la religiosidad andina
única por sus características y significados; y de nosotros, testigos
privilegiados de las tradiciones que nacieron siglos atrás, después del
encuentro de dos grandes culturas.
El Taytacha
Valeria Tomaylla Morales
Las sirenas de los bomberos invaden el
ambiente, mesclando su angustioso sonido con oraciones, peticiones y
agradecimientos. La Plaza de Armas del Cusco se estremece ante la llegada de
miles de personas, familias completas, que colman cada centímetro con fe y
devoción, a la espera del Señor de los Temblores, más conocido como El
Taitacha. La imagen existe desde hace ya sesenta y tres años, desde un 31 de
mayo de 1950. Aquella tarde, un terremoto azotó la ciudad del Cusco, echando
abajo casas y templos. Fue cuando la fe del pueblo —temeroso por la furia de la
naturaleza— inundó las calles en busca del Cristo Moreno; imagen de rasgos
descarnados y sobrecogedora apariencia, hecha especialmente para acercar la
religión católica a los indígenas, copiando sus facciones, reflejando en su
rostro grave y triste, el cansancio y sufrimiento de todo un pueblo. Entre
rezos, llanto, desesperación y los escombros de una ciudad destruida, el
Taytacha hizo su primer milagro: devolvió la esperanza y paz a un pueblo que lo
había perdido todo, a un pueblo golpeado; todos se unieron para adorar y pedir
amparo. En medio del polvo, la fe no diferenció entre señores y esclavos.
Es Lunes Santo, ninguna ocasión como
esta: no hay otra festividad religiosa, otro santo que por sí solo acapare la
atención de toda la ciudad. El Señor ha salido en procesión, las calles del
Cusco se han vestido de fiesta; en las ventanas de las casas se colocan
refinadas piezas de tapicería aterciopelada; se han armado en su honor
maravillosas alfombras de flores y aserrín, con bellas alegorías de colores; a
las familias más tradicionales se suman diversas instituciones y empresas, que
arman hermosos altares, con mantos con refilo de oro preparados únicamente para
ser usados en esta ocasión. Rezos y cánticos en quechua; incienso y la lluvia
de ñukch’o (‘flor roja’), que es
lanzada desde los señoriales balcones acompañan el paseo del Señor de los Temblores.
Ya entrada la noche, un mar de fieles
abarrota la Plaza Mayor, con la esperanza puesta en el ansiado encuentro con el
Taytacha. Familias completas, desde niños pequeños en brazos hasta patriarcas y
matriarcas, se arrodillan y, con los brazos en alto, elevan sus plegarias. El
señor está pasando por la puerta de La Compañía, empiezan las sirenas y las
campanas retumban, anunciando la tan esperada bendición; las familias se toman
de las manos, solo quedan unos minutos. “El Señor de los Temblores está en la
puerta de nuestra casa –le explica una madre a su pequeño hijo–, va a entrar y
no saldrá hasta el próximo año. Pidámosle que nos cuide; agradezcamos todo lo
que nos ha dado. Recemos hijo”, le dice mientras junta sus pequeñas palmas para
iniciar la oración. Alrededor, decenas de personas tienen los teléfonos
celulares encendidos, esperando que la persona del otro lado –desde cualquier
lugar del mundo–, se una a esta fiesta de fe y esperanza, y reciba mediante ese
medio la bendición del Cristo Moreno, Señor de los Temblores, el Taytacha del
Cusco.
El sonido es más intenso, el frío de
la noche, la lluvia y la devoción escarapelan la piel de quienes participan de
esta fiesta de fe. Mientras, a pocas cuadras, en la plazoleta de San Francisco,
humean las ollas gigantes de mazamorra y arroz con leche; las empanadas, los
maicillos, los suspiros y las rosquitas se exhiben, deliciosos, en una feria
propia del Perú, país de tradición, fe y sabor.
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